sábado, 25 de septiembre de 2010

EL ANTICUARIO DE GRENOBLE



El anticuario de Grenoble

No sabría decir a qué es debido, quizá al fuerte olor del limpiador de metales, al tejido de los tapices, la escasa luz o el misterio que envuelve los objetos que pertenecieron en vida a otras personas. Una tienda de antigüedades siempre me conduce de puntillas hasta el umbral de un mundo de figuras extrañas y de ambientes espesos y dubitativos. Todos sus elementos, parece que me miran o suscitan en mi el interés por mirarlos con cierta fascinación.

Visité uno de estos establecimientos en el barrio gótico, su dueño afirmaba poseer objetos rescatados del Titanic, efectos personales de sus pasajeros. Por supuesto no era cierto, pero su circo mantenía el clímax de la ilusión. Nunca me han gustado los circos, pero debo reconocer que enseguida me dejo seducir por las ilusiones.

Del techo colgaban unos calentadores de cobre para las camas, lámparas de aceite o títeres de porcelana. En las estanterías había toda clase de objetos que ya nadie utilizaría hoy, salvo como elementos decorativos. Eran artículos que en otro tiempo se consideraban un lujo. Sostuve en las manos un tomavistas de manivela que todavía conservaba en su interior una película de 8mm sin ser revelada, me pregunté quienes serían sus anónimos personajes. No pude evitar mirar a través de su lente y sentir como un salto en el tiempo, un retroceso que me inducía a imaginar todo lo que aquel objetivo habría capturado, instantes impertérritos que sobrevivirían a su tiempo. Quizá una mujer solitaria en la playa, con un pañuelo de gasa fina aventado por el aire del atardecer o un niño jugando con su aro entre las fuentes de un parque donde revolotean las palomas o podrían ser las imágenes de un safari en el que el cazador observa a distancia una manada de rinocerontes miopes, ¿quién sabe?

En la Rue Blériot se encontraba Behemot, una polvorienta y desgastada tienda de antigüedades que lucía en la fachada un hipopótamo flotando entre exóticos juncos y papiros. En una ciudad como Grenoble, con más de dos mil años de antigüedad, un negocio así podía fundirse con el paisaje, un friso de fachadas centenarias refrescadas por la brisa de las cumbres alpinas. En la misma calle se hallaba una tienda de guantes Dauphiné regentada por madame Jeannette y a casi quinientos metros de altura La Bastilla, una fortaleza defensiva que ahora solo se defendía de los turistas y sus habituales desperdicios y envoltorios abandonados.

Adrien guardaba una caja de fotos oculta debajo del mostrador, la caja de madera tenía una etiqueta, a modo de archivo, en la que se podía leer: Fotos besadas.

Fotos que se han besado, que alguien besó alguna vez por algún motivo.

El secreto de esas fotos eran los sentimientos que evocaban en él, adioses, abrazos y lágrimas. Lo mismo que sintió cuando se fue Beth, la única mujer que hubo en su vida, las otras eran como los adornos de su tienda, unos viejos recuerdos o antigüedades.

Se sintió impulsado a ojear de nuevo su caja de fotos, pero nunca lo hacía a estas horas, no mientras la tienda estuviera abierta. La deslizó un momento de su escondite hasta leer la etiqueta y entonces se oyó la campanilla de la puerta. ¿Un cliente?.

Un molesto y curioso hombre de tosco aspecto, que no sabía lo que quería, que probablemente no tenía una idea ni siquiera aproximada de los que buscaba en una tienda así, comenzó a tocarlo todo y a ponerle nervioso.

-¿Puedo ayudarle-

-Ce n´est pas necessarie, Monsieur-

Parecía que quería buscar por él mismo sin ser molestado. Se giró sobre sí en el estrecho pasillo y golpeó con el codo una delicada figura a la que decapitó. Mientras se aseguraba de no ser visto intentó reponer la cabeza en su lugar, pero ahora no encajaba y la dejó en una forma poco ortodoxa pero que parecía sostenerse. Se detuvo sobre unos soldados de plomo de diez centímetros –seguro que estos no se rompían- y el precio parecía barato.

-Combien ça coute?-

-Veinte francos, señor, más la figura que ha roto 520fr.

El cliente, un perturbado mental, se puso furioso y le golpeó en la cara, después le lanzó los soldados de plomo. Mientras Adrien se agachaba sangrando, miles de fragmentos de cristal de bohemia, porcelana china y otros artículos de valor se hacían añicos, el cliente armado con un bastón de empuñadura de plata en forma de pato, golpeó todo lo que podía alcanzar a su antojo y luego lanzó el bastón lo más lejos que pudo, hasta el fondo del establecimiento antes de irse.

No era lo que había pasado, era más bien que Adrien estaba cansado. Se encontraba sumido en un profundo y asfixiante aburrimiento en el que su rutina le estaba aplastando. No tenía nada, no tenía una esposa que le amara, ni hijos, ni padres, ni siquiera un perro; solamente una antigua tienda en una antigua ciudad. No fue tampoco por el incidente que le partió la nariz, era por todo lo demás que no tenía que ver con Behemot ni sus adormecidas ilusiones. Llevaba toda su vida esperando algo, quizá algo que cambiara su vida o se pareciera a un milagro.

Esa noche, antes de dormir volvió a su lectura preferida, el libro de los Proverbios, eran textos que le reconfortaban y le ayudaban a conciliar el sueño. Sus ojos cansados se detuvieron en el Proverbio trece, verso doce: “La espera prolongada, enferma el corazón

Quizá todo lo que le pasaba era esto, que estaba enfermo de tanto esperar.

Al día siguiente puso la tienda en venta, Tardó cuatro meses en deshacerse de hasta la última pieza de su negocio, pero con el dinero que había reunido pudo comprar una máquina de fotos, dos maletas y un billete para Brooklyn.

La tienda se convirtió poco después en una sucursal del Banque Populaire dos Alpes.

Madame Jeannette le advirtió una y otra vez que se equivocaba, que se trataba de una aventura sin sentido…, lo cierto es que no estaba siendo sincera con sus propios sentimientos, ella sencillamente, se estaba preguntando como sería su vida a partir de ahora, cómo podría vivir sin verle cada mañana, sin tenerle cerca. A pesar de ello le compró la mayor parte del mobiliario y muchos objetos antiguos. Sin darse cuenta había redecorado su tienda de guantes con toda suerte de recuerdos sobre él, cada uno de ellos era una parte de Adrien y ella lo sufriría en silencio.

Cuando Adrien vio por primera vez la estatua de la libertad, acudió a su mente el musical “Un Americano en Paris”, aunque el caso es que era más bien al revés, puesto que el francés era él.

En su primer día en la ciudad le habían perdido el equipaje, robado sus ahorros al bajar de un taxi y mostrado la dureza de la hospitalidad de los suburbios. Pudo proteger su cámara intacta y con lo poco que le quedaba pagó una semana de pensión en un destartalado edificio de ladrillo rojo cerca de la bahía Upper.

Solo hacía fotografías, no almorzaba ni cenaba, apenas comía algo, solo fotografías que reflejaban diferentes emociones, alegría, tristeza, pasión, desorientación o pérdida. Cada una de esas imágenes le devolvía su mirada interior reflejada en el espejo de un charco de agua sucia.

Cuando no pudo continuar pagando el alquiler invadió el espacio privado de una factoría de cereales abandonada, ocupó un pequeño reducto que anteriormente había sido un despacho de facturación y en él instaló su improvisado taller de revelado.

Durante esa misma semana descubrió que no estaba solo, un perro abandonado también vivía allí, se hicieron amigos y mantuvieron largas conversaciones, le llamó Jacques.

Con las fotos que vendía podía comprar algunos materiales y pagarse un perrito caliente de ochenta centavos y algo para Jacques.

Cada día que pasaba se sentía más lejos de sus sueños, había perdido peso y en sus ojos se empezaban a dibujar los carboncillos de la tristeza. Caminó esa noche por Plymouth Street antes de irse a dormir, la piedra caliza del puente de Brooklyn se recortaba entre un firmamento casi azul de estrellas pintadas con tiza.

Mientras observaba el cielo pensó en que había cambiado el hastío de Grenoble por la miseria de Brookyn, ¿qué era mejor, qué era peor?, no podía encontrar la respuesta y la sensación de haberse equivocado aumentaba haciéndose cada vez más presente. Por un instante recordó la insistencia de madame Jeannette y lo absurdo de este viaje.

Hoy se sentía especialmente débil y abatido, casi tanto como la vez que estuvo a punto de morir congelado en el lago de Monteynard intentando huir de su propia y asfixiante monotonía. Jaques le seguía a todas partes, era un amigo fiel, su compañía era lo único bueno que le había ocurrido en América.

La carpeta en la que cargaba con sus fotografías cayó estrepitosamente al suelo y todo su trabajo de meses revoloteaba sin rumbo por todos los rincones de la calle Plymouth. Una de aquellas instantáneas se detuvo a los pies de un hombre de pelo canoso, jersey de cachemir y americana gruesa de cuadros tostados. La recogió y la estuvo mirando fijamente, alejándola y acercándola en silencio.

Pasó un buen rato hasta que Adrien terminó de recoger todo de nuevo en su carpeta. Jacques estaba como loco pensando que se trataba de un juego, pero no lo era.

El hombre del cachemir venía hasta él con la última fotografía en la mano, Adrien sostuvo a Jaques para que no se abalanzara sobre su costosa americana Burberrys:

-Esta foto, ¿es tuya?

-Sí, señor

-¿Tienes más fotografías como esta?

Adrien, simplemente abrió su destartalada carpeta, todo estaba en desorden y muchas fotografías se habían ensuciado. El hombre del cachemir las miraba una a una con cierta avidez:

-Quiero comprárselas todas, ponga un precio-

Adrien se estaba mareando ¿qué es lo que estaba pasando, se trataba de una broma? Pensó en un precio con el que pudiera comer algo diferente a los perritos calientes y miró a Jaques tumbado jadeante en el suelo.

-Se las vendo por diez dólares.

El desconocido le miró con un atisbo de sonrisa:

-Le daré 40 dólares, ¿le parece bien?

-Me parece perfecto, monsieur.

Mientras le lanzaba un guiño a Jaques, el extraño buscó en sus bolsillos, le dio el dinero y una tarjeta:

-¿Podría venir a verme mañana a esta dirección?. Tenga, cómprese algo de ropa, y le dio 30 dólares más. –le espero a las diez, por favor, no llegue tarde.

El hombre se fue por donde había venido, pero todo lo demás había cambiado, Adrien tenía algo de dinero y una entrevista de trabajo. Miró detenidamente la tarjeta:

Daily Eagle

Edward Thompson

Editor in Chief

Esa noche entró en un bazar Paquistaní y compró la cena y diversos instrumentos de aseo, después en la gasolinera adquirió unos pantalones azules, una camisa clara y un pullover gris con cuello en pico, también unos zapatos sencillos del número 42.

Le costó mucho conciliar el sueño y se levantó a las siete. El ritual de higiene, esa mañana sería completo, se recortó el pelo, se cepilló los dientes, se afeitó y aseó a conciencia, después se vistió con su nueva ropa, excepto el abrigo, que era el de siempre. Jacques necesitó continuar olisqueándole para asegurarse de que era él, a pesar de que hoy olía raro, olía a limpio.

El Daily Eagle se encontraba a más de media hora de camino en dirección a Brooklyn Bridge. No necesitaría ningún transporte público para llegar a la hora acordada puesto que se encontraba relativamente cerca.

Adrien inició su marcha en dirección a su futuro, su aspecto a excepción del abrigo era impecable, no podía evitar parecer algo francés, quizá era su pelo, el vendedor de hotdogs no le reconoció. Todavía le quedaba dinero para un café, pero era mejor administrarlo con precaución en vista de las carencias que había sufrido últimamente; esta era una lección aprendida.

Dos meses después.

Madame Jeannette recibía una postal de Estados Unidos, Adrien estaba bien, tenía un trabajo muy creativo como fotógrafo de un reputado periódico de Brooklyn, también se disculpaba por no escribir antes y luego le ofrecía una invitación para visitarle en su nuevo apartamento con vistas a la bahía.

Jeannette nunca había salido de Grenoble y le horrorizaba la idea de volar, pero recordó el proverbio de Adrien sobre que esperar o estar toda la vida esperando nos enferma el corazón y después de pensar en ello varias veces, colgó el cartel de cerrado por vacaciones. Le parecía que estaba cometiendo un sacrilegio, pero lo hizo; subió a un avión.

Las calles de Brooklyn por la mañana son como las calles de cualquier otra ciudad, persianas que se abren, personas que bostezan, vagabundos que arrastran sus cansados pies, rutinas y costumbres que tímidamente despiertan para recibir la luz de un nuevo amanecer.

Donovan conducía su camión isotérmico como cada mañana, pero hoy se sentía especialmente cansado, sus hijos, George y Jenny de nueve y ocho años respectivamente, tenían la gripe y mientras su esposa se ocupaba del pequeño Ron, él, había pasado casi toda la noche sin dormir sentado en una pequeña butaca de estampados Disney. Se estaba frotando los ojos cuando el semáforo cambió inesperadamente de verde a rojo mientras un hombre cruzaba el paso con su perro.

Por primera vez en su vida madame Jeannette había sido espontánea, casi impulsiva aceptando la invitación de Adrien. El avión aterrizaría en el JFK a las 13:00h, pero Adrien no estaba allí como le había prometido. Después de una larga espera, Jeannette mostró a un taxista una dirección anotada en el remite de una postal. Casi dos horas después se encontraba delante del apartamento de Adrien, pero aunque ya había llamado hasta cuatro veces, allí no había nadie. Por un momento pensó que todo había sido un error, lo de venir y todo lo demás, aunque luego le pareció mejor ser paciente y se sentó en los escalones del portal. La calle estaba jalonada de verdes árboles y verjas que conducían a los sótanos de unos edificios de ladrillos rojizos cocidos hace más de un siglo.

La gente le miraba al pasar, era evidente por su aspecto europeo y su maleta que, o bien se había perdido o se había equivocado. Un perro de la calle se le acercó procurando una caricia y ella se la ofreció, parecía un perro abandonado y sin embargo su pelo brillaba como si hoy mismo hubiera recibido un baño jabonoso.

-Veo que le caes bien a Jacques. Perdóname, pero un camión ha atropellado a un hombre y he tenido que ir urgentemente a fotografiarlo todo para el periódico.

Cuando Jeannette vio a Adrien se sintió emocionada, nunca se había alegrado tanto de ver a alguien y bajó aquellas tristes escaleras de dos zancadas hasta aterrizar en sus brazos, todo lo demás era obvio y no necesitaba explicación.

No hubo una primera vez con ella, nunca la hubo, pero el viento de Brooklyn arrastraba los aromas salinos de un mar tempestuoso y secretamente adormecido, un sueño que iba a despertar, que iba ha hacerlo ahora.

Adrien tenía razón, la espera le enfermaba, ella, ahora lo comprendía dentro de su inexplicable dimensión, pero hoy todos los minutos, días y años se habían fundido en ese intenso abrazo.

Jaques movió la cola muy contento y ladró una vez. Entraron en el apartamento, Jeannette le había cogido del brazo, nada le arrebataría ese momento. Mientras tanto la gente continuaba con sus cosas y una sutil brisa mecía los árboles en las calles de Brooklyn.

15 de septiembre de 2010

Corrección del francés: Franck Díaz

Corrección del inglés: Laurie Baughman

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Geranios

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