jueves, 3 de junio de 2010

Fábula de la liebre que nunca quiso ser hormiga


Cerró la puerta y con ello, dejó atrás muchas otras cosas. Las calles húmedas y encharcadas reflejaban el paso decidido de un joven madrugador, se diría que sabía a dónde iba aunque lo cierto es que no era así, su prisa solo era por alejarse. Un camionero lo recogió de camino a Glorias, después de él fue el matrimonio Mérimée, dos afables ancianos de regreso a Montlieu. Esa noche dormiría en su saco acolchado bajo un firmamento tintineante de remotas estrellas; casi tan remotas como sus sueños.

En la fábrica solo era un número, operario 1470, sección 1400, taquilla 12, una hormiga que si levantaba la vista de la cinta transportadora, recibiría una amonestación. Varias amonestaciones después, una charla sobre virtudes y moralidad en el despacho del director; un recurso justificado para evitar la holgazanería y las consecuencias, por supuesto, afectarían el sueldo. Con el poco dinero que pudo reunir y dos mudas se alejó una lluviosa mañana de Barcelona. Al día siguiente volvió a mostrar su pulgar en dirección norte, tres semanas después había llegado a Escocia.

Edimburgo era una ciudad limpia y ordenada, sus habitantes apreciaban la música de su guitarra española y no le resultaba difícil reunir unas pocas libras para al menos una comida al día y un poco de merienda. Después trabajó de marinero limpiando ferrys hasta que finalmente sus pies le condujeron a los jardines de un castillo. Cuando era niño su padre le había dicho -aludiendo a su constante inquietud-, que tenía pies de liebre, antes de fallecer le hizo prometer que ocuparía su puesto, en la fábrica. Sin embargo, a menudo se sentía como una etiqueta enclavada en un mapa; a pesar de que en cierto modo se lo debía, no deseaba continuar el resto de su vida siendo el kilómetro 80.

Su padre escogió este estilo de vida por su pasión por la lectura, el turno era rotativo, pero cuando trabajaba de noche podía acumular hasta cinco días seguidos de descanso; cinco días para devorar alguno de los miles de libros que pululaban por toda la casa. Libros apilados sobre estantes, mesas y bibliotecas improvisadas. El espacio de los pasillos adelgazaba debido a las estanterías que hizo instalar desde el suelo hasta el techo. Consiguió trasmitir ese mismo sentimiento a su hijo quien a su vez había escrito dos libros, uno era una novela histórica y el otro un recopilatorio de relatos cortos, los pudo distribuir en varias docenas de editoriales, pero hasta el momento nadie mostraba suficiente interés por sus escritos.


Los jardines de Fountain Court en el recinto de Culzean Castle precisaban un cuidado constante, pero no podía compararse con la anodina tarea de una fábrica. El señor Walter McLean era el séptimo descendiente del personal de servicio bajo la tutela de los condes de Cassillis desde el siglo XVI.

En los trabajos de mantenimiento participaban otros muchachos de intercambio cultural entre los que se encontraba María, ella había venido desde Roma como paisajista. Sus manos eran delicadas con las plantas y sus movimientos suaves y femeninos, para él cada uno de sus sugerentes gestos contenía un mensaje cautivador. Veintiséis días después eran algo más que amigos y él por fin descubría cual era su lugar en el mundo, por fin lo supo, quizá era un romántico, un clásico. Pero una noche de octubre en la que María no pudo acudir a su encuentro debido a una repentina gripe, recibiría la visita de James, el hijo del panadero, un joven robusto, y apasionado. Sus visitas eran frecuentes y ella quedó muy pronto embarazada.

En la carretera M90 en dirección a Perth un camionero recogía a un joven con una mochila y una guitarra, después hizo lo mismo un vendedor de aspiradores y luego un grupo de hippies en una transporter decorada con margaritas.

El operario 1470 volvía a levantar la vista de la cinta donde ahora se acumulaban docenas de tornillos que caían al suelo sin cesar. Ni siquiera se molestó en recogerlos, se quitó los guantes y el delantal sin permiso y se fue. El motivo fue un mensaje corto a su teléfono móvil, solo una frase que decía “estamos muy interesados en publicar uno de sus libros”. Mientras atravesaba la sección 1400 ante la atónita mirada de un hormiguero de delantales azules recordó lo que siempre le había dicho su padre:


-hijo, cada día tiene sus propias preocupaciones-





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